3 abr 2013

La muerte del Comunero


Por Miguel de León
Miguel de León
Los hombres marchaban por el camino real, indignados y furiosos, una rabia enorme los invadía, no estaban contentos con su vida, se les hacía demasiada dura.  Venían lívidos de sol, mordidos por el polvo, enardecidos por los sucesos pasados; algunos llevaban lanzas de macana y el capitán una vieja escopeta.  El espesor de las hojas descompuestas amortiguaba el ruido de los pasos, el aire estaba lleno de aromas que se cruzaban.  La mañana era soleada y los hombres sentían como suyos los árboles y los infinitos bosques de bambusá que se retorcían por las laderas, siguiendo el cauce del río grande.  Sabían que estaban cerca de Neyba y querían disfrutar por última vez del paisaje de siempre.

Habían quemado los estancos de Aipe y Villavieja y eso les daba confianza para atreverse a llegar a la capital.  Atrás quedaron las enormes tatacoas tomando el sol, abrazadas a gruesos árboles caídos.  Quedaba el aire perfumado de cardos y de pequeñas corrientes de agua.  A lo lejos se asomaban los primeros ranchos de palmiche.  Los hombres sabían que a esa hora todos estaban en los servicios religiosos de domingo.  Sin embargo, el pueblo entero se conmocionó por el tumulto de los recién llegados.  Todos presentían sucesos importantes en aquella mañana clara y de luz muy blanca.

Al cortejo de comunes se unieron algunas mujeres que los esperaban a la entrada del pueblo.  La idea inicial era dirigirse a la plaza grande, en donde estaban los estancos.  Pero a una orden del capitán comunero, siguieron derecho para el barrio de Cantarranas, a la casa de Teresa de Olaya.  Allí Toribio Zapata, quien hacía de capitán, ordenó un descanso; quería esperar a la gente que venía de Purificación.


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Monumento Los Comuneros de Neiva
Foto César Rincón 
Reunidos los más cercanos, se decidió organizar la marcha hacia la Plaza Grande a la hora de la siesta.  Se tomarían a la fuerza los estancos de aguardiente y tabaco.  Las mujeres del barrio llegaron a apoyar a los hombres y recibieron órdenes de regresar para la marcha.  Todos hablaban a gritos y el escándalo advirtió a la gente del gobernador que algo tramaban los comunes recién llegados.

Llegada la hora, Toribio Zapata, armado con una lanza de macana; Gerardo Cardozo, quien hacía de segundo, con un machete en el cinto; y Cristóbal Rodríguez, recién llegado con la gente de Purificación, se colocaron a la cabeza de la improvisada movilización.  Algunos gritaban contra el mal gobierno; ¡“Viva el Rey y abajo el mal gobierno¡”. Otros pedían menos impuestos y más libertad, el verdadero motivo de la rabia de todos.  La multitud enardecida por los gritos y el sol de la tarde llegó a la esquina del templo y entró a la plaza grande buscando los estancos en la calle adyacente.  Los rostros estaban congestionados y las bocas se abrían para solicitar sus derechos.  En el extremo opuesto, en la casa del gobernador, todos se apresuraban a mirar por las ventanas, algunos pocos se alistaron para salir.  El Gobernador mandó llamar a las otras autoridades.

Cuando la marcha arribó a los estancos de aguardiente, los encontraron cerrados, al igual que el del tabaco.  Toribio se enfureció, ordenó abrirlos a la fuerza y romper las botijas de aguardiente.  La gritería era enorme.  La orden se cumplió y algunos beben del suelo a tragos rápidos,  atragantándose, para risas de otros. Sofocado de la ira, el capitán ordenó botar todo a la calle.  Luego aparta los ojos del desorden y los posa en el grupo que viene atravesando la plaza grande. Ordenó silencio, las mujeres bisbisean entre ellas.  Alguien musita leyendo un breviario: “Mirad a vuestro Dios, que ejecutará la venganza y la retribución.  Dios mismo vendrá y os salvará “.

Toribio reunió a la gente más cercana y esperó al grupo.  Las armas que tenían quedaron apuntando hacia delante.  Los ojos de Toribio miraban al grupo que se acercaba; adelante venía el gobernador con su bastón de mando, el párroco y un alférez de uniforme rojo caminaban a su lado y atrás, criados y amigos del gobernador, algunos de ellos armados de palos y lanzas.  El grito de la autoridad asustó a las mujeres y se retiraron a prudente distancia.  Los dos grupos quedaron cara a cara, se miraban con rabia y nadie bajaba los ojos, las manos empuñaban con fuerza sus armas.  Los comunes tenían bloqueada la calle y los  otros no encontraban paso libre.  El gobernador dio un paso adelante y gritó:

―En nombre de su majestad, el Rey Fernando Sexto, os ordeno rendir sus armas al gobernador de la provincia de Neyba, don Policarpo Fernández.

El capitán comunero se sintió intimidado, miró a su segundo, quien no perdía de vista los movimientos del Alférez.  Sintió la expectativa de la gente y recobró el ánimo, levantando con fuerza su lanza, contestó:

―La gente del común no se rinde, ni se entrega; reconocemos sólo las órdenes del rey Tupac Amarú,  sólo a él obedecemos, y lo mandado, mandado está.

La respuesta sorprendió al gobernador. Tampoco entendió quién era tal rey que nombró el capitán.  Por eso se dirigió esta vez a la gente que estaba en la calle y la plaza, gritó vivas al Rey Fernando Sexto, obteniendo respuestas sólo de sus acompañantes.  Alguien salió a buscar refuerzos.  El Gobernador más furioso que antes, volvió a insistirle al capitán comunero que rindiera las armas para evitar derramamientos de sangre.  La respuesta no se hizo esperar:

―Primero muerto que rendir las armas ―exclamó.

Los comunes gritaron abajos y vivas.  Las armas se movían nerviosas en sus manos.  Alguien del grupo del gobernador se acercó a los amotinados; uno de ellos, tal vez el más nervioso, le descargó una lanzada que atravesó su capa.  Un puño salió cerca del grupo de leales al gobernador y tumbó al común, la respuesta fue un machetazo que fue eludido hábilmente por el agresor del puño.  Los ánimos se alborotaron y el gobernador terminó por alterarse aún más, tomó su bastón de mando y empujó al capitán comunero con el mismo.

―Ríndase, perro ―le gritó―, rinda las armas al Rey.

Casí por instinto, Toribio Zapata atacó con su lanza de macana al gobernador, enterrándosela en el estómago. Este volvió el cuerpo y, tomándose el estómago, cayó a tierra casi muerto.  La agonía se dio en medio del silencio de todos, sobre un charco de sangre que crecía rápidamente.  La gente se asustó y salieron corriendo en desbandada.  En el tumulto, el criado del gobernador se lanzó contra el capitán comunero con un trabuco, lo golpeó fuertemente en la cabeza pero este lo hirió en el hombro con el puñal que llevaba al cinto y que nadie había visto.

Antes de caer, Toribio vio los sombreros en desbandada, pensó que el opresor no tendría paz, que su acción sería el comienzo de otras.  Recordó el rostro de los mayores, las palabras y el cuchillo, la cosecha que lo esperaba en su parcela, la fuerza de su gente, quiso llamarlos pero no pudo, entonces vio la muerte, sintió su silencio, vio el vacío.  Al caer, supo que ya estaba muerto.

En la entrada de la plaza grande, aparecieron los guardias del tabaco con los administradores de los estancos, todos armados con escopetas y pistolas.  Una mujer intentaba detener con su regazo la sangre que fluía por la cabeza del capitán comunero. Cuando la gente que los rodeaba, vieron a los guardias, ya era demasiado tarde.  Alguien tiró una lanza sin mayor fuerza, enterrándose a los pies de un guardia.  Los administradores dispararon sus pistolas, sin herir aparentemente a nadie.  Los comunes cerraron filas hombro con hombro alrededor de su capitán.  Algunos fueron heridos por machetazos de la guardia que arremetía con fuerza, por lo que retrocedieron primero, y luego todos se volvieron en estampida y huyeron del sitio, dejando abandonados al capitán muerto y a su segundo, Gerardo Cardozo, quien agonizaba en el suelo con una bala en su vientre.

Los guardias persiguieron al resto de levantados, quienes huyeron hacia las vegas del río.  Varios se escondieron con algunas mujeres detrás de la iglesia.  Cuando el tumulto cedió, en la calle quedaban las botijas del aguardiente quebradas, lanzas y garrotes abandonados y los gritos ahogados de los comunes.  La gente rodeó los cuerpos agonizantes de los dos capitanes comuneros y el cadáver del gobernador.  La sangre comenzaba a secarse mientras los administradores de los estancos buscaban cómo llevarse el cuerpo del gobernador para el palacio de gobierno.  La muerte se paseó por las calles del pequeño poblado.  Los hombres continuaron su vida de miseria, eran los desposeídos, los olvidados, pero en el corazón de muchos la idea de la libertad comenzó a extender sus alas, sus grandes alas tricolor. 

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